La pequeña y triste procesión que éramos atravesó el arco de la entrada y continuó por el camino hacia la casa a velocidad de entierro, como el vehículo del ricacho iba adelante tuvimos que aminorar la marcha; Edgardo (después nos enteramos que pronto sería su yerno), se adelantó a abrir y entramos. El vestíbulo nos recibió sombrío y tétrico, como nuestros pensamientos. A nuestras espaldas la puerta fue cerrada con llave y solo se abrieron las vanderolas de las ventanas que Edgardo revisó concienzudamente. El ricacho fue hasta el muro y lo tocó con sus dos entonces dijo: "enciende la luz ahora, Edgardo". ¡Así que él sabía como funciona el maldito muro! -pensé- y en voz alta, dije: "supongo que ya no aparecerán". "Así es -dijo él- pero se equivocan si creen que los había visto, anoche llamé al tío de mi esposa y él me dijo cómo actuar. Bien, empecemos por arriba, que es donde están los chicos". El primer sector que picamos (el ricacho también y juro que laburó), tenía 2,50 mts. de ancho por 60 ctm. de fondo y alto, y era un verdadero nicho que alguna vez tuvo flores y coronas; quitamos los pequeños ataúdes. Los dos niños de 9 años reposaban con las cabezas juntas, en sus cajones blancos sobre una plancha de cemento. Después seguimos con el nicho del medio, donde estaba la madre, pero el ricacho dijo que picáramos 2 mts. a partir de la derecha; hicimos como él dijo y quedó a la vista un bellísimo ataúd de madera lustrada, igual a los de los antiguos chinos, digno de una emperatriz. "Ella prefería ese estilo para sus muebles -explicó el ricacho- no sé qué significa el dibujo, pero el tío de mi esposa estaba enamorado de ella y eso fue su idea". Otro drama secundario -pensé- pero no menos triste.
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