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martes, 19 de julio de 2016

"LAS SOMBRAS EN LA PARED" (10º parte) de Adriana Gutiérrez





"No quería llevar a Martín y Alejandro hasta que no hubiera decapar el resto de la pintura negra.
Cuando llegué estaba saliendo el sol, abrí de par en par la puerta  y sin mirar el muro hice lo mismo con las ventanas, no sé por qué se me ocurrió, o sentí que de esa manera estaba a salvo  y me subí
a la escalera decidido a terminar en 2 horas.
Empapé bien el pincel con el removedor, dando pequeños
golpecitos para hacerlo penetrar y evitar que chorreara, luego
tomé la espátula grande como si fuera un arma y veía con
maligna satisfacción cómo caían los trozos de pintura negra, imaginando que cada uno era un pedazo del cuerpo del
hombre: primero un ojo, después la nariz, ahora una oreja.
Entonces me di cuenta de que estaba limpiando el lugar
de la pared donde él aparecía, y me arrepentí convencido
de que debía sacar primero a la mujer y a los niños, así
podría verlo bien... pero ¿qué estoy diciendo? ¿es que acaso
pensaba verlo de nuevo?
"No creo que sea posible -me dije- sin la pintura negra no podrá aparecer"
Lo que se veía debajo era un blanco sucio que era la última
capa (o primera mano), común de todas las paredes, y ésta
negra era tan gruesa que costaba mucho trabajo y esfuerzo quitarla, como si tuviera vida propia y una fuerza sobrenatural para adherirse a la pared.
"Lo mejor va a ser -pensé- sacar el reboque aquí, pero ¿cómo
le digo eso a Héctor, o a Edgardo o al ricacho?"
El reboque está bien y no puedo contarles nada.
Terminé bastante rápido y decidí hacer algo que me repugnaba;
eché un vistazo al camino y no había ni señas de Héctor, subí
rápidamente la escalera y entré en su oficina, busqué entre sus papeles un plano de la casa pero no había ninguno, pensé
que era lógico ya que no se harían reformas y en ese caso sería un arquitecto y no un decorador el que estaría en posesión de
los planos, pero la palabra que la mujer repetía tanto me
martillaba en la cabeza, entonces me acordé de las columnas
y bajé para ir a verlas; menos mal que lo hice porque la
camioneta de Héctor venía por el camino particular.
Lo esperé afuera y entramos juntos.
"¡Buen día, Juan! ¿Se trajo la cama o duerme poco?"
"Buen día, Héctor, no, ninguna de las dos cosas, solo quería
terminar ese muro y lo quería hacer yo, estaba muy
pegoteado; mire, todavía no salió del todo".
"Bueno, tenemos mucho tiempo, Juan ¿ya desayunó?"
"Sí, gracias, eh... dígame, Héctor ¿sería posible que yo les
diera una ojeadita a los planos de la casa? sabe, es que me
parece que ese muro alargado no estaba ahí antes".
Héctor me miró un rato y salió para dar la vuelta, yo lo
seguí; observando para arriba me dijo: "tiene razón, mire ese
saledizo, Juan, ahí había una puerta grande, ¡y era una hermosa
vista! ¿por qué la habrán tapiado? Creo que yo también quiero
ver esos planos, tal vez al dueño le interese reabrir esa puerta
y eso hay que hacerlo antes de... pero ¿qué le pasa, Juan?
¡Está pálido!"
"No es nada -dije- estuve respirando mucho ácido, voy a sentarme unos minutos en el rastrojero". Desde allí podía ver perfectamente
el saledizo que había servido de protección a la puerta y que
ahora resultaba incongruente porque rompía la simetría, cualquiera podía pensar que la pared se había engrosado esos
20 centímetros que sobresalía del resto para disimular la parte
del techo sobrante, pero yo sabía perfectamente que el motivo era otro, yo sabía que las causas eran tres y estaban en el interior
del muro, que no era otra cosa que una tumba colectiva".

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