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viernes, 2 de septiembre de 2016

"EL NARANJO" (10º parte) de Adriana Gutiérrez





Al rato entramos por un camino vecinal y don Bruno disminuyó la marcha del vehículo, tres kilómetros más y pudimos apreciar la grandeza del casco, rodeado por un exuberante parque donde no faltaban los rododendros, eucaliptus, lapachos y pinos enanos que bordeaban la entrada principal, todo ello conformaba un magnífico marco verde-gris-rosado a la blanca casa colonial de una planta, sus puertas y ventanas eran anchas y con la parte superior redondeada, de madera rojiza barnizada, junto a las cuales se amontonaban los malvones y las vegonias, grandes maceteros con flores de azucar de hojas rosadas y pétalos transparentes, macizos de pensamientos alegraban la vista por doquier y desde la derecha llegaba, entremezclado, el delicioso aroma de los rosales; don Bruno dijo: "bien, chicos, he aquí vuestro nuevo hogar, deseo que les de tantas satisfacciones como el que dejaron, entremos, quiero presentarles al resto de la familia".



Si bien lo que vimos afuera nos dio una idea del interior de la casa, reconozco que sobrepasó el límite de nuestra fantasía para dejarnos asombrados y maravillados, pero claro, no teníamos con qué compararla. Ni bien traspusimos la puerta de entrada nos encontramos en un ambiente que servía de pasillo, de ahí pasamos a otro de grandes dimensiones dividido en estar y comedor por un cantero desde el que se levantaba una reja de hierro negra, por ella trepaba un jazmín de flores celestes cuyo perfume era una maravilla; desde donde estábamos parados había que subir un escalón para ir al comedor, y bajar uno para ir al estar, éste constaba de dos sofás tapizados en azul francia y diversidad de sillones y mesitas con lámparas de tulipas blancas, como las cortinas de los cuatro ventanales y la ovalada  alfombra de felpa, el piso era de cerámica roja, pulida y brillante, las paredes estaban trabajadas a la cal sobre el ladrillo sin revocar, sobre una de ellas había una chimenea cuya repisa estaba cubierta de piezas de ajedrez en tono marfil, y en la pared opuesta habían empotrado una estantería de madera marrón muy brillante, en la que lucía objetos de adorno pequeños y delicados, fotografías enmarcadas en cuero claro y repujado hablaban de la vida de los dueños de casa: cabalgando, pescando con ridículos sombreros, sentados en una lona sobre la hierba.
Don Bruno nos dejó un momento mientras llamaba a su familia, no tenía por qué hacerlo él mismo, bastaba con llamar a una doncella, pero quiso dejarnos solos para que nuestros ojos recorrieran toda esa muestra de decoración y buen gusto, comentamos qué hermoso es todo y que exquisita debe ser la señora Matienzo por el prolijo arreglo de la casa, cuando oímos detrás nuestro una voz suave y educada que decía: "buenos días, muchachos, bienvenidos a nuestra casa, espero que sean tan felices en ella como nosotros lo somos".


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