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sábado, 7 de enero de 2017

CUENTOS Y OTRAS LOCURAS

                                                                               


- LA VIDRIERA -



        La vidriera era una simple vidriera de librería, pero de todas, era la única que a ella le interesaba; también era la única librería del barrio. Mientras las otras chicas se pasaban horas contemplando la última moda, ella se extasiaba devorando las tapas de los libros que jamás compraría.
        Además le gustaba ver el antiguo artesonado del edificio, sus estantes de madera macisa, la puertita para pasar a la vidriera desde el interior, que le daban aspecto de pasadizo secreto como en los castillos medievales.
        Ella no podía evitar detenerse, no había vez que saliera que no fuera a mirar esa vidriera. Era irresistible, más que un enamorado le atraía; esos libros que no serían suyos le hablaban desde la tapa y solo con mirar el título y el dibujo podía imaginarse el argumento, que desfilaba ante sus ojos en el cristal de la vidriera. Después salía de allí como en trance y llegaba a su casa sin darse cuenta.
        La protagonista siempre era ella, acomodaba la trama a su sexo y edad: 18 años, y era tanta la pasión que ponía en los personajes que cada vez le costaba más recordar su propio nombre: Valeria.
        Atravesaba las calles del pueblo sin saber quién era ni donde estaba, con una sensación de no tener sensaciones comprendía vagamente que se hallaba perdida, y seguía caminando hasta recobrar la memoria, la conciencia. Valeria estaba convencida de que andaba inconciente, de que una especie de sonambulismo la asaltaba en pleno día y bien despierta, pero nunca sin aviso; ésto le ocurría después de mirar la vidriera.
        Valeria no habló con nadie sobre el asunto pero no por miedo, estaba tranquila; tampoco se asombró con los sucesos que siguieron, con absoluta naturalidad aceptó vestir ese traje húngaro de hace mil años y ahora no iba a la vidriera solamente a ver los libros, sino a cerciorarse de que ella también se transformaba.
       Un día que volvía del colegio algo nuevo llamó su atención, el cartelito decía: dependiente se necesita. Los dueños la tomaron enseguida, sabían cuánto amaba ella los libros y no les importó que llegara una hora después por la tarde; Valeria colgaba su delantal y disfrutaba de la compañía inmejorable de sus dioses: Benedetti, Mallea, Estrada.
        Los dueños le prestaban todas las noches un libro que ella devolvía leído a la mañana. Con el tiempo le dieron una llave y la dejaba sola hasta medio día; luego, cuando llegaba a la salida del colegio se iban a su casa y Valeria no los veía hasta el otro día a las 10.
        A todo ésto la vidriera seguía cambiando; Valeria la miraba atentamente cada noche y cada mañana para ver los progresos que hacía: las grandes piedras del muro, tal como las recordaba, se dibujaban lentamente; hasta podía ver el musgo que las cubría. Y Valeria estaba segura de que si estiraba las manos, sentiría otra vez aquella fría humedad de la locura.
        Los días pasaban, los dueños le encargaron renovar la vidriera con los volúmenes recién llegados y Valeria se pasó toda la tarde haciéndola. 
        De cara a la vereda, arrodillada, le daba ubicación al último cuando oye, a su espalda, un chasquido. Primero queda inmóvil, luego se da vuelta, la puertita de la vidriera está cerraba.
        Se mira el bello traje hecho jirones, la rubia trenza caía hasta su cintura, desgreñada.
        El sol del medio día dibuja el ventanuco en la pared, a su lado, y ella, que no puede mirar por él, afuera, se sienta frente al dibujo y sigue su camino hasta que ya no lo alcanza, largo y angosto cerca del techo.
        A la noche una ventana de luna la acompaña. Ella está tranquila; no se asombra de nada.

                                           - FIN- 
                              
                         Adriana Gutiérrez

                                  Invierno de 1988

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